Una Europa unida contra las personas refugiadas

Para muchos observadores, la política de la Unión Europea (UE) se caracterizaría por una profunda divergencia entre la «vieja Europa» y el denominado grupo de Visegrad –compuesto por Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia. La campaña xenófoba de Viktor Orban contra la «relocalización coercitiva de ciudadanos no húngaros en Hungría», plebiscitada por más del 98% de votantes, daría fe de la profundidad de ese foso, pese a la baja participación (40% del censo) en el escrutinio organizado el 2 de octubre. Por lo general, la reticencia de estos países para acoger a personas refugiadas se analiza como un desfase profundo con los «valores» de la UE. Sin embargo, más allá de los discursos electorales y de los anatemas populistas, los dirigentes de estos Estados se inspiran en principios fundamentales de las políticas europeas de control de fronteras: el rechazo a toda libertad de circulación para demandantes de asilo y la voluntad de mantenerles lo más lejos del núcleo del espacio Schengen, y si es posible, encerrados.

Los países del grupo Visegrad no son los únicos en haber protestado cuando, durante unas semanas a finales del verano de 2015, Alemania y Austria abrieron sus fronteras a las personas exiliadas que emprendían la «ruta de los Balcanes». Esta política de acogida, que rompía con todas las reglas europeas en materia de asilo, originó un auténtico pánico en las instancias de la UE y en varios Estados-miembro. Así, en febrero, el primer ministro francés reprendía públicamente a la canciller alemana afirmando, en una visita a Múnich: «No podemos acoger más refugiados (…). Es el momento de poner en práctica lo que se ha discutido y negociado: hotspots, controles en las fronteras exteriores, etc.». Manuel Valls recordaba cómo, tras veinte años, la UE pisotea los principios fundadores del derecho de asilo.

En efecto, subordina este último al control de las fronteras, impidiendo de hecho a las personas exiliadas acceder a un procedimiento de asilo respetuoso de la convención de Ginebra y de los textos internacionales. Las reglas europeas –en particular el reglamento de Dublín- llevan a concentrar a las personas exiliadas en los países denominados de «primer acceso» donde no se respetan sus derechos. Una vez cerradas de nuevo las fronteras alemanas y retomadas por la canciller las posiciones largo tiempo compartidas por sus socios europeos, el anatema ha podido lanzarse sobre italianos y griegos, descritos como incapaces de garantizar «la seguridad» de la UE y de hacer frente al «flujo de migrantes». La política de hotspots promovida por la Comisión Europea desde la primavera de 2015, y puesta en práctica progresivamente a partir de febrero de 2016, se presentó así como la solución a la «crisis de migrantes»: el envío de funcionarios europeos y la apertura de campos de identificación y de selección en las islas griegas y en Italia debían permitir multiplicar las expulsiones de boat people. El reconocimiento de Turquía como «país seguro» y el acuerdo concluido con Recep Tayypip Erdoğan en marzo de 2016 respondía a estos objetivos: durante meses, la Comisión Europea venía demandando el aumento de las «tasas de retorno» y la multiplicación de acuerdos de cooperación con países denominados «de tránsito» o «de partida».

Sin embargo, la «relocalización» -dicho de otra manera, las reglas provisionales que rigen el reparto en diferentes Estados miembro de las personas solicitantes de asilo llegadas a Grecia y a Italia- se ha revelado como un engaño destinado a ocultar la lógica carcelaria de los hotspots. A 26 de septiembre de 2016, sólo 5.600 personas –esto es, menos del 10% del número inicialmente «previsto»- habían sido «relocalizadas». En la misma fecha, más de 60.000 personas exiliadas se amontonaban en campos griegos en condiciones unánimemente calificadas de inhumanas. El número de «relocalizaciones» habría incluso de disminuir en las próximas semanas y, justo en sus inicios, este dispositivo está ya agotado. El pasado mes de julio, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos se alarmaba de que las islas del mar Egeo se hayan convertido en «amplias zonas de confinamiento forzado». Desde hace meses, la política europea muestra así toda su inhumanidad: tras haber convertido el Mediterráneo en un auténtico cementerio marino (con más de 4.000 muertes desde comienzos de 2016), transforma Grecia en un archipiélago de campos.

Si esta perspectiva escandaliza a quienes defienden los derechos humanos, inquieta también a muchos jefes de Estado, abocados a gestionar espacios que quisieran ver situados fuera de Europa. Rehabilitando una propuesta formulada en 2003 por Tony Blair, a la sazón primer ministro británico, Viktor Orban afirmó, el 24 de septiembre, que «grandes campos de refugiados deben ser creados fuera de la UE, financiados y custodiados por la UE», donde serían llevadas las personas migrantes y «obligadas a permanecer mientras son examinadas su demandas de asilo». Estas propuestas han de ser tomadas en serio: si Hungría fue el primer país del espacio Schengen en amurallar literalmente sus fronteras, su ejemplo ha sido seguido, en particular por franceses y británicos, en los alrededores de Calais. «No se respetan los valores de Europa colocando alambradas que no se pondrían a los animales» había clamado Laurent Fabius, ministro de asuntos exteriores en ese momento, cuando Hungría inició la construcción de un «muro anti-migrantes» a lo largo de su frontera con Serbia. Sin embargo, la extensión de un mundo de campos y de muros no es el proyecto exclusivamente del líder húngaro: es también una línea directriz, de consecuencias ya bien visibles, de la política migratoria llevada a cabo por la UE y sus Estados miembro desde hace una veintena de años.


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